martes, 15 de abril de 2014

Un poema del gran Francis Jammes (traducción propia)


       


                  LAS ALDEAS      


Las aldeas brillan al sol en las llanuras,
llenas de campanarios, de ríos, de negros albergues.
Al sol, bajo la lluvia gris, entre la nieve,
con gritos agudos de gallos, con trigo,

con los carros que van lentamente a faenar,
con arados que son del color de la luna,
con voces de aldeanos que llevan zuecos pesados,
con mujeres de piel del color de la tierra marrón,

con mañanas azules, con atardeceres azules,
con campos de paja que huelen a menta,
con fuentes vivas donde el agua clara canta,
con aves que hacen oscilar la cola,

con jardines, con ancianas paralíticas,
con sonidos de ángelus, con piar de gallinas,
con cantos de vísperas y negros ventanales,
y hombre que cantan y otros que se emborrachan;

con iglesias tranquilas en las que,
en los días de calor, se siente un olor insulso
y fresco y un silencio tan grande
que se oiría un banco crujir por el frío;

con carreteras largas y blancas donde danzan
los guijarros al sol, con kilómetros,
con las palomas de las casas de los viejos párrocos,
con gentes que ríen y con otras que sufren;

con la noche que cae sobre los grandes campos,
con chirridos de carro, con tranquilos campesinos
que parecen meditar y que tienen de lejos el aire
de fundirse lentamente en la noche, enormes;

con pobres bueyes que mugen en el establo,
con los gritos largos, desgarradores, de los cerdos degollados,
con vasos gruesos puestos sobre las mesas
y mujeres que llevan a sus pequeños al cuello;

con ladrones que caminan entre dos gendarmes,
con el trueno que abre los grandes robles
y que hace un ruido como de carro lleno de piedras
que rodase por un gran sótano negro;

con un pequeño pájaro, en el viejo jardín,
que grita muy solo junto a las rosas de la viña,
con niños que van a pescar con sedal,
con el agitarse azul del viento en el campo de lino;

con la tierra, con el mar, con el cielo,
con los fuegos lejanos que parecen respirar
en las colinas cuando acaba de caer la noche
y un hombre canta a lo lejos en el gran silencio;

con los senderos donde, en el mes de octubre,
el viento hace volar las hojas de los castaños
que raspan las piedrecitas redondas de los senderos;
con las tardes de lluvia llenas de una luz amarilla,

con perros que ladran largamente a lo lejos
tras las liebres, y el mes de María que suena,
y después los viejos curas de tristes presbiterios
que leen junto a las rosas, por la tarde, su breviario;

con los establos donde están las dulces terneras
y las vacas que emiten largos gemidos,
y los cerdos a los que matan y que sangran largo tiempo,
y sus gritos agudos de muerte cuando desfallecen;

con los pájaros alegres de voz mojada,
junto al agua, en las pequeñas ramas plegadas;
y las urracas, que saltan como bolas que fueran rodando
y gritan con voz que parece oxidada.

Así van, en las amplias llanuras, las aldeas
esparcidas que cantan en el aire claro y azul,
o que se callan, bajo el cielo color de hierro,
bajo las rayas de la fina lluvia de través que susurra;

con un gato inmóvil en medio de un campo,
con las pensativas mujeres de pasos lentos, que dejan
caer los granos de maíz como si creyesen
que no hay que contrariar a la tierra;

con hombres que cogen con un cedazo
el abono y lo lanzan fuerte, por encima de la tierra,
y forman al sol una nube de polvo;
con la noche espesa donde todo está dormido.

Así van las dulces aldeas esparcidas
por los collados, en las faldas de los collados, a sus pies,
en las llanuras, en los valles, a lo largo de los torrentes,
junto a las carreteras, junto a ciudades y montañas;

con los delgados campanarios por encima de los tejados,
con cruces en los caminos que se cruzan,
con rebaños largos de roncos cencerros
y el cansado pastor que arrastra los zuecos;

con aceñas negras que baten el agua clara
y forman al sol un vapor de cristal,
con el bosque de olor agrio y fuerte, con
pájaros carpinteros que golpean los árboles con el pico;

con las viñas al sol y las aulagas,
las aldeas se extienden así por las llanuras,
todavía hay más y más aún y los granos
germinan, los campanarios están llenos de pájaros, y los surcos;

con la codorniz que corre nerviosa,
con la liebre herida que chilla cubierta de negra sangre,
con los arroyos de cobre al atardecer,
que parecen cuajarse lentamente;

con las gordas palomas de ojos rojos
que llegan desde lejos en el gris de las nubes
y las grullas que chirrían por el frío y que hacen,
como sierras oxidadas, un sonido salvaje;

con campesinos de negro que se marchan de mañana
a algún entierro en alguna vieja aldea
donde les darán de comer pan y queso
y de beber un poco de vino en un vaso recio;

con las praderas inundadas por donde corren las fochas,
con los crímenes que se cometen en los caminos
y los mendigos idiotas con los quepis sucios
mendigando unas monedas negras con sus pobres manos;

con las pretensiones de los políticos,
con el ruido helado de los zuecos en la calle
y los periódicos pegados en la plaza pública
sobre la cual pasa un largo vuelo de grandes grullas;

con los pájaros atados por una pata
a los que hacen sufrir los niños ante los portales,
los niños peinados, de rostros anodinos,
de rostros de sebo rojo brillantes y beatos;

con los grandes collados donde el sol es dulce
y el bosque fresco donde tabletea la lluvia de tormenta,
y las pausas, cuando caminan, de los grandes bueyes rojos
que conduce silbando un niño de la aldea.


                                                              FRANCIS JAMMES





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